miércoles, 14 de noviembre de 2012

DÍAS DE FÚTBOL (Colección "Relatos cortos")


Manu Herrera defiende su portería ante el Recreativo en el partido celebrado el 29 de septiembre/ Foto de Antonio Aracil

Sábado, cinco de la tarde. La plaza 8 de marzo comienza a inundarse de aficionados; veinteañeros del grupo Jove-Elx se dan cita, como en cada partido, en un bar de la plaza; la proximidad al Estadio Martínez Valero convierte este espacio en el lugar idóneo para reunirse. Conforme se acerca la hora de inicio del partido, las canciones con letra xenófoba y franquista, con las que se expresan los miembros de extrema derecha, se van apoderando de la plaza; envuelven y golpean los oídos de quienes pasean por allí; el grupo dirigido por su pastor bala cánticos y gritos cada vez más subidos de tono.  El partido comienza a las ocho de la tarde, pero desde las cinco, los jóvenes entusiastas están llegando por oleadas; se saludan, palmada en la espalda, choque de puños; las cervezas comienzan a bailar de un lado para otro, suben, bajan, desaparecen;  jarras y más jarras de este fermento les calma la sed, alimenta sus ánimos, los levanta; el más tímido se vuelve atrevido, el más atrevido se vuelve agresivo; todos cantan, gritan, simulan peleas.

Siete y media, es la hora de marcharse. La plaza queda vacía, tranquila; el silencio y la quietud se asoman tímidos, irrumpen, se pasean; la explanada queda inmersa en un mar de calma. Los gritos caminan hacia el Estadio Martínez Valero; en la avenida, tráfico, alboroto. Los vehículos se dirigen, unos hacia el parking del estadio, otros hacia un descampado que se encuentra enfrente.
- ¡Para un partido importante, pipas por delante!- grita un vendedor ambulante mientras ofrece, a todo el que se encamina hacia el aparcamiento improvisado, unas bolsitas en las que aparece serigrafiado SonSánchez.
-¡Pipas de Albatera que este año subimos a primera! ¡Dos bolsitas por un euro!- continúa vociferando a la vez que controla con la mirada a la parienta y al churumbel que  le esperan a treinta metros, entre un ribazo y el maletero de un destartalado Fiat; la abigarrada joven, despeinada, de mirada inexpresiva, embarazada de unos ocho meses sujeta del brazo a una criatura pálida de no más de un año; el pequeño, con su carita cubierta de mocos y lagañas, se encuentra descalzo en el suelo con unos grandes calcetines negros como única protección para sus diminutos pies.

La afluencia de coches y viandantes es, cada vez, mayor; conductores que no cesan de tocar el claxon, jóvenes que les responden con sus bubucelas, caos. Un policía  detiene el paso de los vehículos que circulan por la carretera que separa el descampado del estadio; el tumulto de personas cruza, invade la calzada, rodea al agente que queda oculto entre la muchedumbre; el atasco de coches es cada vez mayor, la masa de aficionados circunda el Martínez Valero; escolares con sus padres, grupos de adolescentes y veinteañeros, jubilados, parejas de todas las edades se dirigen hacia las puertas de entrada, esperan su turno, escanean su abono, su ticket; al sonido de aceptación, entran dosificados por el torno de metal. Dos adustos guardias de seguridad registran los bolsos, mochilas; uno de ellos, el más veterano, invita gentilmente a dos estudiantes que desenrosquen el tapón a sus botellas de agua y lo tiren al bidón azul dispuesto para estos menesteres y que se encuentra junto a ellos, obedecen; los dos jóvenes siguen su camino con las botellas en la mano, diez pasos más adelante extraen del bolsillo de sus pantalones un tapón de repuesto, cierran las botellas y las vuelven a guardar en sus mochilas;  un jubilado realiza la misma operación.

Los aficionados se dirigen por el túnel de entrada hacia las gradas, desprenden entusiasmo, caminan ligeros de peso, atrás, junto al torno de metal y a los guardias de seguridad, han dejado sus cargas;  justo cuando escaneaban su abono, su ticket, con una sacudida se han despojado de las preocupaciones, del hastío que les acompañan cada día; durante algo más de noventa minutos el jubilado ya no piensa en su escasa pensión, ni los jóvenes amantes se acuerdan del motivo de su última riña, ni al matrimonio le preocupan las facturas impagadas y cómo llegarán a final de mes; durante algo más de noventa minutos la madre confiará en su hijo adolescente, el médico y el profesor aparcarán su indignación e impotencia, el soltero y la divorciada no escucharán la voz de la soledad; durante algo más de noventa minutos el alcohólico y el adicto al juego recuperarán la voluntad que habían perdido,  el esposo y la esposa, atormentados por los dardos envenenados de su pareja,  tendrán ilusión, y el político inepto olvidará su incapacidad para representar su rol; durante algo más de noventa minutos el anciano dejará de sentir el aliento de la muerte, el enfermo abandonado existirá y el estudiante desanimado recuperará el optimismo.

Por el túnel de transformación, nadie habla, todos caminan, nadie mira hacia atrás, todos dirigen sus miradas hacia la gran boca por la que penetra una inmensa luz. La extrema iluminación del estadio, las gradas llenas de multitud de personas y la presentación por megafonía  de los jugadores del Elche y del equipo contrario, el Recreativo,  dan la bienvenida a los aficionados; cuando aún están tomando su asiento, se escucha el pitido de inicio del partido.
- ¡Gooool!-  es el minuto dos y Fidel acaba de estrenar la portería contraria; una jugada de Coro ha facilitado que su compañero despierte a la afición.
- ¡Elche! pam, pam, pam- los golpes de tambor marcan el ritmo de las palmas. Los aficionados animan, gritan. En la fila veintiséis, en un asiento junto a la escalera, una septuagenaria, seudorrubia, envuelta con una gran bandera blanquiverde se levanta alterada, pendiente del árbitro.
- ¡Gooool!- grita al unísono el público.
- ¡Segundo gol del Elche!- se escucha por megafonía. De nuevo, pero aún con más fuerza, los gritos de júbilo se apoderan del estadio; han transcurrido quince minutos, y por un error de Matamala, el balón entra en la portería del Recreativo. Los golpes de tambor dirigen el clamor del público.
- ¡Elche! pam, pam, pam ¡Elche! pam, pam, pam
- ¡Te quiero Elche! la, la, la, la -el grupo Jove Elx comienza el cántico, y es secundado por el resto de aficionados; el estruendo se apodera del Martínez Valero.
- ¡Ooooola!- la Peña Altabix,  ubicada en el fondo norte, inicia una oleada que adquiere mayor fuerza en el fondo sur y que consigue sobrevivir a tres vueltas, hasta que rompe y desaparece en tribuna. La curva norte se inunda de banderas blanquiverdes de todos los tamaños, las levantan, ondean.
- ¡Herculano el que no vote!- exclaman los seguidores de la Jove-Elx, el resto de público se contagia, canta, salta, bota.
-¡Que se besen! ¡Que se besen!- la afición anima a una pareja de recién casados que acaba de llegar y que se une a la afición de la curva sur; la novia vestida con un pomposo traje blanco, el novio con chaqué; durante unos segundos son los protagonistas del estadio; desde la puerta de acceso a las gradas los padrinos les reclaman; la entusiasta pareja se marcha; de nuevo, las miradas se dirigen hacia el terreno de juego.
- ¡Gooool!- una maniobra de Coro consigue que el balón toque por tercera vez la portería del rival; corre el minuto diecinueve.

El primer tiempo llega a su fin; los jugadores se retiran acompañados por el fuerte aplauso de sus seguidores; los asistentes aprovechan para saciar su hambre, para ausentarse, para hablar por el móvil; personal de mantenimiento repasa el césped; en la fila veintisiete, asiento once, un escolar devora un sandwich mixto, la madre premia su apetito con una bolsa de pipas SonSánchez.
- Tía ¿quieres un rollo de limón?- le ofrece a la madre un joven universitario, mientras le tiende una bandeja de plástico transparente repleta de dulces redondos, irregulares. "Los he cocinado yo con mi chica, antes de venir", informa el estudiante; la madre acepta.
Comienza la segunda parte; los jugadores son vomitados al campo de juego, son recibidos por aplausos; los jueces comprueban el estado de las porterías; comienza la segunda parte.
Una joven fotógrafa, desde abajo, capta instantáneas del público:
- ¡Morena aquí arriba!- la reclaman por donde va pasando.
- ¡Eeeh! ¡Hijo de puta!- insulta un cincuentón desdentado de pronunciada barriga; el árbitro no ha pitado una aparente falta del Recreativo.
El jolgorio, cánticos, gritos, golpes de tambor, saltos, aplausos están presentes de forma ininterrumpida durante la segunda parte, y son ensordecedores cada vez que un jugador ilicitano es sustituido por otro compañero. El alboroto, aplausos acompañan hasta la pitada de final del partido, momento en el que el estadio parece venirse abajo.

El entusiasmo de la afición ilicitana, y la presión bajo la que juegan los líderes serán siempre los mismos, pase lo que pase, se enfrenten a quien se enfrenten, sea el Recreativo, el Almería, el Hércules, el Villareal; los gritos, los ánimos, los insultos caerán sobre los jugadores como una gran losa de metal pesado; a cada gol, le seguirán arrebatos de euforia, alegría, saltos, aplausos de toda la afición; el estruendo, el ambiente de júbilo será uniforme en todo el estadio. Y los jugadores se verán recompensados, pero seguirán sintiendo el peso de la responsabilidad que supone contentar, satisfacer a sus seguidores, a su técnico, a su presidente, a ellos mismos. Cada partido será el inicio de una nueva batalla, de un nuevo reto; el desconocimiento de su potencial les puede jugar malas pasadas; su entrenador será su guía, será quien les muestre el camino para no sentir el peso de esa gran losa de metal,  como el faquir  que no percibe el dolor que le provocan  los clavos, el fuego; ese guía les mostrará cómo convertir cada batalla en un juego de niños en el que ellos serán los hermanos mayores; el resultado de esos juegos dependerá siempre de lo concienciados, convencidos que estén de su poder; cada partido dejará de ser una lotería en el momento que superen el muro de la inseguridad y sientan que son un equipo de primera.


María José Delgado
Noviembre, 2012

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